La expulsión de los moriscos en la provincia de Alicante [Entregas 10, 11 y 12]


por GERARDO MUÑOZ LORENTE                    
LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS EN LA PROVINCIA DE ALICANTE



10. Íntimos coloquios



La decisión final de expulsar a los moriscos la tomó Felipe III tras sopesar las ventajas e inconvenientes en reuniones con sus consejeros más cercanos.

El destierro masivo de los moriscos valencianos en 1609 no fue como consecuencia de una decisión repentina, precipitada o irreflexiva. Muy al contrario, la idea de la expulsión estuvo en mente de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas españolas desde mucho antes.

UNA CUESTIÓN CONTROVERTIDA
Aunque en la Corte hubo deliberaciones anteriores, la primera propuesta seria de expulsión de los moriscos que se debatió en el seno del Gobierno español fue en 1582. Se le planteó la idea a Felipe II, pero los inconvenientes argüidos por la nobleza valenciana y los prelados convencieron al monarca de que lo prudente era descartarla por el momento. Los inconvenientes aducidos por la nobleza valenciana eran meramente económicos: la expulsión de los cristianos nuevos supondría un grave perjuicio para los señoríos al dejar de percibirse los tributos que pagaban; mientras que los inconvenientes expuestos por los prelados eran, además de económicos (condenaría a la pobreza a las iglesias y monasterios que se hallaban en tierra morisca), teológicos: la entrega de los moriscos al Islam supondría la condenación definitiva y eterna de miles de almas. En 1595 Felipe II retomó la idea de la expulsión, impulsado por el fracaso de las campañas evangelizadoras, el frecuente hostigamiento de los piratas berberiscos y las tramas conspirativas que evidenciaban la complicidad de los moriscos más rebeldes con el enemigo exterior. Sin embargo, aunque se reunió con sus consejeros para deliberar sobre el asunto, Felipe II no llegó a tomar ninguna decisión, muriendo tres años después.

LA POSTURA DE LA IGLESIA
Aquella primera propuesta seria de expulsión que llegó a plantearse Felipe II en 1582 contaba con el apoyo de Juan de Ribera, arzobispo de Valencia y Patriarca de Antioquia, partidario además de que fueran los moriscos valencianos los primeros en ser desterrados. A los 36 años de edad, siendo obispo de Badajoz, Juan de Ribera fue elegido por el rey arzobispo de Valencia, adonde llegó para ocupar dicho cargo el 20 de marzo de 1569. Desde el primer momento impulsó las campañas de evangelización de los cristianos nuevos, invirtiendo mucho dinero y esfuerzo; pero, en 1599, los sucesivos fracasos de aquellas campañas le convencieron de que la expulsión era la única y mejor manera de acabar con el conflicto, pese a las consecuencias religiosas y económicas negativas que tal hecho acarrearía. Y su opinión cobró aún más peso en 1603 y 1604, cuando acumuló el cargo de virrey con el de arzobispo de Valencia. Celebró la publicación del bando en el que se decretaba la expulsión de los moriscos con un tedeum en la catedral. Murió el 6 de enero de 1611 y fue beatificado en 1796. Como Ribera, hubo otros eclesiásticos a favor de la expulsión de los moriscos, pero no eran mayoría. De hecho, la opinión de Ribera no fue compartida por los obispos sufragáneos de Valencia, Orihuela y Segorbe, que preferían continuar pacientemente con las campañas evangelizadoras, mejorando las condiciones económicas y formativas de los párrocos. La idea, por tanto, de la expulsión no partió de la Iglesia, aunque contase con el decidido apoyo de eclesiásticos tan importantes como Juan de Ribera. Con aquella decisión, el clero en general tenía poco que ganar y mucho que perder. Incluso el inquisidor general, el cardenal Niño de Guevara, se manifestó en contra por las mismas razones económicas y teológicas que fueron expuestas años atrás a Felipe II: resultaba contrario a la piedad, incluso cruel, permitir que el Islam arrebatase definitivamente tantas almas de golpe a la Iglesia católica, pues aunque renuentes, eran al fin personas cristianas, por estar bautizadas. Durante esta controversia la Santa Sede mantuvo una postura neutral: ni apoyó la expulsión, ni se opuso a ella, mostrando así la misma indiferencia con que había observado el problema morisco en España. Cuando en 1604 las Cortes debatieron el asunto y varios prelados acudieron al papa Paulo V para consultarle, éste se limitó a ordenar una reunión de los obispos que tenían moriscos en sus respectivas jurisdicciones para que acordaran lo más conveniente, al mismo tiempo que escribía sendas cartas a dichos obispos y a Felipe III exhortándoles a que empleasen los medios más suaves y adecuados para catequizar y convertir definitivamente a los moriscos.

LA DECISIÓN
Desde que sucediera a su padre en el trono, en 1598, Felipe III estuvo vacilando sobre la conveniencia o no de expulsar a los moriscos. A finales de 1607 se valoraba todavía en la Corte la posibilidad de organizar nuevas campañas de evangelización; sin embargo, muy poco después, el 30 de enero de 1608, el Consejo de Estado en reunión plenaria decidió el extrañamiento de los moriscos. Francisco Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma y valido de Felipe III, presidió esta reunión. Hasta entonces se había mostrado en contra de la expulsión, pero precisamente su cambio de opinión propició que esta vez se aprobara por unanimidad, pues los que apenas dos meses antes habían votado en contra, ahora se plegaban a la nueva voluntad del todopoderoso valido. Una de las razones que con seguridad explicaba este cambio de parecer en el marqués de Denia fue la aprobación por el Consejo de un resarcimiento a los señores valencianos por las pérdidas económicas que iban a padecer debido a la expulsión de sus vasallos. La solución consistía en devolver a los señores íntegramente sus derechos sobre sus haciendas: «a los dueños de vasallos se les debe consolar mucho y hacerles merced de los bienes muebles y raíces de los mismos vasallos en recompensa de la pérdida que tendrán», con la posibilidad además de aumentar su rentabilidad tras entregárselas a los nuevos pobladores. No obstante, esta decisión del Consejo de Estado quedó en suspenso durante más de un año; pues no fue hasta el 4 de abril de 1609 que volvió a reunirse este órgano político para ratificar tal decisión y decidir algunos detalles, como que fueran los moriscos valencianos los primeros en ser expulsados. Cinco días después, la decisión fue confirmada por el rey. Pero, ¿a qué fue debida aquella demora de más de catorce meses? Muy probablemente, a las dudas que aún debía de tener Felipe III.

ÍNTIMOS COLOQUIOS
La decisión final y definitiva de expulsar a los moriscos fue tomada por Felipe III luego de sopesar y valorar largamente las ventajas e inconvenientes que le expusieron sus consejeros más cercanos, casi siempre en coloquios íntimos que no han dejado huella en las crónicas ni en los archivos. Por consiguiente, no se conocen con seguridad las razones que decidieron finalmente al monarca a inclinarse por tan drástica solución. Dos eran las personas que más influencia tenían a la sazón en el ánimo de Felipe III: la reina Margarita, su esposa, y el duque de Lerma, su valido; y dos fueron las razones principales que determinaron la decisión real: las religiosas y las políticas.


11. Motivos religiosos y políticos

La decisión de expulsar a los moriscos fue adoptada por Felipe III, influenciado especialmente por su esposa la reina Margarita, partidaria del destierro.

Ya hemos visto que, a pesar del entusiasmo de algunos eclesiásticos por la expulsión (como el arzobispo de Valencia), la responsabilidad de la Iglesia en la decisión final fue escasa. Esto ha llevado a algunos historiadores a descartar las motivaciones religiosas como determinantes, señalando únicamente las razones políticas como fundamentales.

Sin embargo, las motivaciones religiosas sí que debieron de influir, y mucho, en la voluntad de Felipe III. En primer lugar porque la reina Margarita, cuya opinión pesaba de modo decisivo en el ánimo de su esposo, era claramente partidaria del destierro. Llevada por una mal entendida piedad, abogó por tan extrema solución, según reconoció públicamente el prior del convento de San Agustín de Granada cuando, en el sermón que predicó en las honras fúnebres de la reina, alabó el «odio santo» que ella profesó a los moriscos. Y en segundo lugar porque el soberano español, al igual que sus antecesores, era muy devoto y consciente de sus responsabilidades religiosas como defensor de la fe católica. En su decisión debió de pesar mucho el deseo de acabar con aquella paradoja tímidamente criticada por algunos: mientras se esforzaba por extender la verdadera fe allende los mares, permitía que falsos conversos siguieran viviendo en los territorios peninsulares, en pleno corazón del imperio. Acabando con aquella paradoja de una vez por todas, compensaría además el triste armisticio que recientemente se había visto obligado a pactar con los protestantes en Flandes, después de años de lucha para preservar allí la fe católica. A mayor abundamiento, ni Francia ni Inglaterra podrían escandalizarse por la expulsión de los moriscos del territorio español, por cuanto algo similar habían hecho antes los monarcas francés e inglés con los hugonotes y los católicos irlandeses, respectivamente.

Con todo, las mismas reticencias teológicas que esgrimían los prelados para oponerse a la expulsión de los moriscos, debieron de pesar en el ánimo de Felipe III. Saber que al expulsarlos los ponía en brazos del Islam, condenando sus almas irremediablemente, le hizo dudar durante mucho tiempo. Sobre todo cuando pensaba en los niños, irresponsables aún de ser musulmanes y a los que era posible salvar si se les arrebataba del ambiente islámico familiar. Estas dudas, que tanto atormentaron la conciencia de su padre, hasta el extremo de impedirle expulsar al África a los rebeldes de las Alpujarras, conformándose con desterrarlos a Castilla o Valencia para facilitar su asimilación, fueron no obstante superadas por Felipe III en algún momento, empujado por otras razones, acaso de menor calado moral, pero que a la postre resultaron más determinantes.

MOTIVOS POLÍTICOS
La capacidad que tenía el duque de Lerma para influir políticamente en la opinión del rey debió de ser decisiva. Una vez que superó sus propias reticencias, en parte al contentar a la nobleza valenciana, en parte por razones desconocidas pero que a buen seguro debieron de tener igualmente una base económica, el valido se convirtió en el verdadero promotor de la expulsión, convenciendo al rey para que confirmase tal decisión, argumentando graves razones políticas.

Estas razones políticas no estaban impelidas por la opinión pública, contraria en general a los moriscos, pero que de ningún modo tenía capacidad para presionar al poder político, ni tampoco reconocía en ellos un peligro grave e inminente. Ciertamente hubo peticiones de poner coto a los desmanes cometidos por el bandolerismo morisco y a los ataques berberiscos, y existía un generalizado rechazo entre los cristianos viejos a la peculiaridad costumbrista y religiosa de los moriscos, pero no hubo ninguna petición masiva pidiendo su destierro.

Las razones políticas, pues, se sustentaban más bien en la seguridad del Estado y de la Corona, en el temor a un posible ataque exterior en combinación con una conjura interna.
En la reunión del Consejo de Estado del 30 de enero de 1608, el duque de Lerma apoyó la expulsión que requería el arzobispo de Valencia en sus memoriales arguyendo que era un buen momento «por el estado en que se hallan el Turco y las cosas de Berbería», en alusión a la lucha civil que estaban librando el sultán de Marruecos, Muley Cidan, y su hermano, favorecido por el gobierno español. Y en la reunión del mismo Consejo del 4 de abril del año siguiente ratificó la decisión del destierro morisco basándose, entre otras razones político-militares, en el reciente fracaso de una expedición naval española contra Argel y en el peligro que entrañaba para España la victoria de Muley Cidan, que se había apoderado de todo Marruecos y que podría tener la tentación de invadir España con la ayuda de los moriscos.

Sabido era que los moriscos no podían por sí mismos aspirar a una rebelión con posibilidades de triunfo. Sólo con el apoyo de una potencia extranjera o la coalición de varias podían representar un peligro real. Y aunque esta posible alianza de los moriscos con los enemigos de la Corona española era un tema recurrente desde hacía décadas, el duque de Lerma volvió a utilizarlo para convencer a Felipe III, ilustrándolo con las dos conspiraciones descubiertas en 1602 y 1604, planeadas por el duque de La Force y que ya conocemos. Por otra parte, en opinión del valido, la reciente paz firmada en los Países Bajos con los protestantes, permitía la disposición de naves y ejército suficientes para eliminar de una vez para siempre la amenaza morisca.

CARTA REAL A LOS ALICANTINOS
Como escribiera Mikel de Epalza: «De todos estos factores y de su dosificación, en una fórmula que no se conoce aún perfectamente, nació finalmente la decisión política de la expulsión total y definitiva de los moriscos españoles».

El propio Felipe III explicó muchos de estos factores en una carta que dirigió a los jurados y al consejo de la ciudad de Alicante, fechada el 11 de septiembre de 1609, el mismo día en que se firmó el decreto de expulsión.

Después de recordar los esfuerzos hechos para «la conversión de los xpiaños nuevos de esse Reyno, los edictos de gracia que se les concedieron, las demas diligencias que se siguieron para instruyrlos en Nuestra Santa Fé y lo poco que todo ello se ha aprovechado», se lamenta el rey de que los moriscos se hayan dedicado a «maquinar contra estos Reynos», acusándoles a continuación de «hereges, apostatas y predictores de lessa Magestad divina y humana», pues a pesar de que «todavia deseando reducirlos por medios suaves y blandos mandé hacer (…) una nueva instruction y conversion» respondieron conspirando, enviando «personas á Constantinopla y á Marruecos á tratar con el Turco y con el Rey Muley-Adan, pidiendoles que el año que viene embien sus fuerzas en su ayuda y socorro, asegurándoles que hallarán 150,000 hombres tan moros como los de Berbería que les asistirán», razones estas por las que ha decidido «que cesse la heregia y apostasia de esa mala gente de que Ntro. Señor está tan ofendido», adoptando medidas «urgentes y precisas para prevenir el peligro en que agora estays y el mucho amor que os tengo Me han movido á tomar esta resolucion» de expulsar a los moriscos del reino de Valencia «conforme á lo que os advirtiere y ordenare el Marqués de Carazena mi Lugar-Teniente y Capitan General de esse Reyno».


12. Secreto al descubierto

Aunque la maquinaria estatal trató de hacer de manera secreta los preparativos para la expulsión de los moriscos de tierras valencianas, pronto fueron descubiertos.

Cuando el 9 de abril de 1609 Felipe III confirmó la decisión del Consejo de Estado de expulsar a los moriscos valencianos, se puso inmediatamente en marcha la maquinaria estatal para planificar y poner en práctica tal operación. Una operación ingente por cuanto se trataba del destierro de más de cien mil personas. Se decidió comenzar con los moriscos del reino de Valencia porque así lo había propuesto el arzobispo Ribera, pero sobre todo por razones demográficas y geográficas: eran el colectivo de cristianos nuevos más numeroso en España y el que más cerca se hallaba de las costas magrebíes. Alicante está más cerca de Orán que de Madrid y, además, a la sazón tanto esta ciudad africana como el enclave de Mazalquivir estaban bajo poder español, lo que favorecía el desembarco de las naves que trasladarían a los exiliados. Para llevar a cabo aquel importante plan era imprescindible movilizar un buen número de naves y de tropas, tanto para el traslado de los que iban a ser desterrados como para hacer frente a una posible sublevación, dictar las disposiciones oportunas al virrey y a las autoridades locales, etcétera; y todo ello en secreto, para evitar que los moriscos tuvieran tiempo de articular una oposición efectiva y que las protestas de sus señores presionaran una vez más al rey. Al mes siguiente, en mayo, se cursaron las primeras órdenes, dirigidas a los virreyes de Sicilia, Nápoles y Milán, para que movilizaran todas las tropas que pudieran y las embarcaran en las galeras. Y a finales de junio las diferentes escuadras recibieron la orden de concentrarse en Mallorca el 15 de agosto.

ACONTECIMIENTOS
Precisamente en agosto de aquel año de 1609 llegó a Valencia el mariscal de campo Agustín Mejía, con la orden real de coordinar las labores necesarias para expulsar a los moriscos del reino valenciano. Natural de Amberes, su prestigio como estratega militar había sido reconocido por la Corona tras dirigir las operaciones sobre la plaza de Ostende en 1601. Mejía había recibido las órdenes reales en Segovia el 4 de agosto y desde allí se dirigió a Valencia en compañía de Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, que sin embargo se desvió hacia Dénia para tomar allí el mando de la operación contra los moriscos con el apoyo del gobernador del marquesado dianense, Cristóbal Sedeño.

Así pues, Agustín Mejía llegó a Valencia como comisionado real y con plenos poderes para dirigir los planes de la expulsión; pero como tales planes eran supuestamente secretos, en Valencia se dijo que la visita de tan insigne militar tenía como objetivo reconocer las fortificaciones del litoral valenciano, cumpliendo así con lo ordenado por el rey en los despachos que Mejía entregó al virrey Luis Carrillo de Toledo, marqués de Caracena, y a Juan de Ribera, arzobispo de Valencia y Patriarca de Antioquia: «Y por lo que importa el secreto de este negocio, y que hasta la execucion de el no se sepa ni pueda imaginar el intento que se lleva, he acordado que la ida de D. Agustin a esa Ciudad y Reyno sea a titulo de que va a visitar las fortificiones de el, para saber el estado en que estan y lo que convendra proveer para que se pongan en perfeccion».

Sin embargo, el secreto no duró mucho, según informó el Patriarca a Felipe III el 23 de agosto: «se començo luego a alborotar toda la Ciudad y Reyno inquiriendo con gran curiosidad, assi la gente vulgar como la noble, la causa desta venida. Y aunque luego se echo fama que mandava su Magestad a Don Agustin a aquel Reyno para visitar los castillos, fuertes, presidios y baluartes de la marina; pero no todos los ánimos valencianos se quietavan con esta respuesta, porque sabían no ser costumbre, imbiar personaje tan calificado a esta visita». De modo que la llegada de Mejía más los grandes preparativos militares que se estaban llevando a cabo en Baleares descubrieron el plan de la expulsión, provocando la alarma entre los moriscos y las protestas de sus señores. Pero esta vez tales protestas no fueron atendidas por la Corona. Descubierto el secreto, el virrey cumplió con las indicaciones reales enviando cartas a los diputados, jurados y señores valencianos, comunicándoles oficialmente la decisión de extrañar de España a todos los moriscos, si bien se comenzaría con los del reino de Valencia por la facilidad y brevedad con que podían ser embarcados.

LLEGA LA ARMADA
A principios de septiembre la flota procedente de Italia abandonó Mallorca y fondeó en Ibiza, donde se le unieron las galeras de España y los galeones de las Indias.

Los historiadores discrepan acerca del número total de navíos que se reunieron en Ibiza: 62 galeras y 14 galeones de las Indias u Océano con una dotación de 8.000 hombres, según Henry Charles Lea; 50 galeones con unos 4.000 soldados, según Antonio Domínguez y Bernard Vincent. En cualquier caso, se trataba de una Armada poderosísima que se dividió, tomando rumbos distintos: mientras una parte de la escuadra de galeones del Océano, al mando del almirante Oquendo, se dirigía al sur para vigilar las costas africanas, el resto de naves fueron hacia los puertos españoles donde serían embarcados los moriscos. Entretanto, la caballería de Castilla sellaba la frontera terrestre del reino de Valencia. A partir del 17 de aquel mes de septiembre de 1609 comenzaron a arribar las naves a sus puertos de destino: Los Alfaques de Tortosa, Vinaroz, Valencia, Denia y Alicante. Una vez allí desembarcaron las tropas, que fueron distribuidas entre los lugares de mayor importancia estratégica. En el capítulo 48 del libro X de su crónica, publicada en 1611, Gaspar Escolano escribe: «En Denia se dio orden, que del Tercio de Napoles se desembarcassen quatro compañias, y que la una dellas, que fue la de Maesse de Campo Don Sancho de Luna, se metiesse en la villa; la otra del Capitan Diego de Mesa en Xabea; la tercera de Don Sebastian de Neyra, en Tablada [Teulada]; y la quarta de Don Diego de Blanes cavallero de Valencia, en Benisa. En Alicante se desembarcaron otras quatro de la armada de los galeones del mar Oceano, y se alojaron en sus contornos: las demas se quedaron de respeto en sus escuadras, que estavan en los dichos puertos». Por su parte, el alicantino Rafael Viravens, en su crónica de 1876, concreta al respecto que Felipe III envió al puerto «de Alicante la Armada Real del Mar Occéano al mando del General Don Luis Fajardo, las galeras de Sicilia, capitaneadas por D. Pedro de Leiva; las de Portugal dirigidas por el Conde de Elva y otras en que vinieron muy buenos soldados, capitanes y caballeros (…) el mismo dia 22 (…) el desembarque de ocho compañías de soldados viejos que fueron alojados en la Ciudad y sus contornos». El 24 de septiembre fueron nombrados por Agustín Mejía cinco comisionados para que supervisaran el embarque de moriscos en los cinco puertos elegidos, y otros 32 que dependerían de ellos para que recogieran a los exiliados y los condujesen hasta esos puertos.

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