EL EXTRAÑO CASO DE UN MORISCO MAURÓFILO

Luce López-Baralt/Universidad de Puerto Rico


Luce López-Baralt
Algunos de los textos más significativos del Siglo de Oro aún aguardan publicación. Uno de ellos, el manuscrito S-2 de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid, que en el momento presente estamos en proceso de editar con Alvaro Galmés de Fuentes, viene a arrojar una luz inesperada sobre el siempre espinoso problema de la maurofilia literaria. Todos sabemos que el surgimiento de esta maurofilia literaria en medio de la España inquisitorial es uno de los acontecimientos más enigmáticos de las letras hispánicas. Parecería un contrasentido que la figura del moro fuera ensalzada y adornada de los ropajes más ricos y de las armas más resplandecientes justamente en los años en los que se le prohibía al morisco de carne y hueso su propia identidad cultural. Un vistazo panorámico de la tinta que se ha derramado para reflexionar sobre este contrasentido literario pone de relieve inmediatamente la incomodidad —incluso, el tormento— con el que la crítica se ha enfrentado al enigma maurófilo. Hoy la pionera interpretación de Marcelino Menéndez Pelayo, que alude a la «generosa idealización que el pueblo vencedor hacía de sus antiguos dominadores, precisamente cuando iban a desaparecer las últimas reliquias de aquella raza» (1), nos parece ingenua. Pese al abismo ideológico que suele separar al antiguo maestro del contemporáneo Juan Goytisolo, también el novelista nos recuerda que la celebración del enemigo vencido es un fenómeno compensatorio que la sociología ha estudiado con creces y que constituye rasgo común a todas las literaturas del mundo. En su valiente ensayo Cara y cruz del moro en nuestra literatura (2), Goytisolo enfrenta al musulmán mirífico de la maurofilia literaria con el «espantajo enterrado en el subconsciente hispano» que constituye su envés y que se hace igualmente presente en la historia de las letras hispanas.

La contradicción que encierra este personaje morisco repulsivo y a la vez ejemplar es tan flagrante que el hispanista francés Georges Cirot, que tantas páginas dedicó a la paradoja literaria en las décadas del 30 y el 40, se limita a expresar su asombro frente al hiato ideológico que se produce entre la maurofilia literaria y la historia que le fue contemporánea (3). Claudio Guillen matiza más el fenómeno en su brillante ensayo Literature as Historical Contradiction: El Abencerraje, The Moorish Novel and the Ecloque (4), y considera que esta literatura aparentemente escapista alude a las miserias reinantes en la época aunque de modo oblicuo: «El Abencerraje alludes to contemporary history by means ofsilent contradictions. It offers a visión of peace and unity against a backround of past wars between Christians and Moslems, while connoting contemporary struggles and religious conflicts» (pp. cit., p. 178). El Abencerraje, en efecto, alude solapadamente a estos conflictos ya desde sus mismos avatares de publicación. El anónimo autor (seguramente se trata de una anonimía culpable) ofrece la versión aragonesa de la novelita, titulada Parte de la coránica del ínclito Infante don Fernando (1550-1561) al barón de Barbóles, Jerónimo Jiménez de Embún, terrateniente aragonés conocido por sus continuas defensas de la causa morisca frente al poder inquisitorial (5). Recordemos que la rebelión de las Alpujarras no tardaría en detonarse y que eran años cruciales para los desprestigiados hijos de Agar. Con todo, Guillen advierte que el lector indefectiblemente percibirá la literatura idealizante de tema moro —exactamente igual que su contrapartida, la novelita pastoril— como una obra de arte en abierta negación con la realidad que la circundaba: «… a fictional picture of perfection is experienced by the reader or the spectator as the antithesis of the imperfection among which he lives» (p. 278).

Recientemente, sin embargo, un sector de la crítica se ha mostrado aún más suspicaz ante el misterio de esta literatura tan incómoda, y parecería favorecer la hipótesis de que buena parte de los textos maurófilos del Renacimiento español no son sino una solapada literatura de disidentes. María Soledad Carrasco considera que la convención literaria del moro idealizado —pensemos en las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita y en el citado Abencerraje— tiene el propósito expreso de dignificar la casta perseguida y promover el espíritu de reconciliación y armonía entre la cristiandad oficial y los descendientes de los musulmanes (6). Más claramente intencional parece la fantasmagoría histórica del morisco converso Miguel de Luna, la Historia verdadera del rey don Rodrigo, en la que el traductor de Felipe II fustiga al rey godo e inventa un pasado dignificante para con los moriscos de Al-Andalus. Darío Cabanelas se encarga de darnos las claves de la enigmática personalidad de Luna, compañero de Alonso del Castillo y sospechoso, como él, de ser uno de los autores de los célebres libros plúmbeos del Sacromonte que ambos traducen para las autoridades cristianas (7). En esa misma línea de pensamiento, James T. Monroe interpreta la enigmática Historia verdadera de Luna en términos de una diatriba velada cuyo propósito secreto sería demostrar que la coexistencia de moros y cristianos era posible al amparo de la virtud y la tolerancia por ambas partes. George A. Shipley (8) daría la razón a Monroe: en un ensayo que va un paso adelante en el intento de leer entre líneas esta literatura maurófila como literatura de resistencia, el estudioso relee el planto de Abindarráez por su atribulada casta —los otrora honrosos Abencerrajes— en términos de una queja solapada de su autor por la infamia en la que habían caído los propios linajes árabes y judíos en la España del XVI.

La tendencia por parte de la crítica hacia la relectura del género maurófilo como literatura «de protesta» culmina con los recientes estudios de Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico de los moriscos» (Bull. Hisp. LXXXVI [1984], pp. 61-135), «La criptohistoira morisca (Los otros conversos)» {Cuadernos Hispanoamericanos CCCXC [1982], pp. 517-534) y «La voluntad de leyenda de Miguel de Luna» {Nueva Revista de Filología Hispánica XXX [1981], pp. 358-395). Después de estos ensayos, las belles lettres de tema morisco parecerían haber perdido para siempre su inocencia. La aparente contradicción entre el pintoresquismo verbal y los hechos reales parece superada para Márquez Villanueva: es justamente la intransigencia de las autoridades cristianas la que detona esa protesta velada, pero firme, de la literatura de tema moro. Naturalmente, esta literatura nos tiene que hablar entre líneas —se trata de textos publicados bajo censura inquisitorial— y tenemos que leerla con la actitud suspicaz que reclaman las letras disidentes del Siglo de Oro español, desde la Celestina hasta el Guzmán de Alfarache.

Sea cual fuere la motivación última de las letras maurófilas, que bien pudieron constituir una inesperada littérature á clef, lo cierto es que siempre volvemos al perturbador punto de partida: a la dramática paradoja de una figura morisca vituperada y a la vez glorificada. Casi me apena atormentar aún más a la crítica al compartir con ella un descubrimiento singular que la suerte me ha deparado: el caso —el extraño caso— de un morisco «maurófilo». Las «contradicciones silenciosas» a las que aludía nuestro querido amigo Claudio Guillen refiriéndose a la literatura maurófila y a su entorno histórico se convierten de súbito en contradicciones estridentes. Cuando este morisco de carne y hueso, este temido «espantajo enterrado en el subconsciente hispano» que diría Juan Goytisolo, tiene al fin la palabra desde los folios de un manuscrito inédito de la Academia de la Historia, se comporta, en una primera instancia —y como era de esperar— en un escritor de denuncia. Ataca vitriólicamente el Santo Oficio, que le pisaría los talones en sus últimos años sobre suelo patrio, y se conduele de su trágico exilio a tierras de Túnez en ese año tan amargo de 1609. Pero una vez se desahoga de las atrocidades de que fue víctima, ¿qué se le ocurre al autor morisco? Pues nada menos que convertirse vicariamente en esos gallardísimos e imposibles Ozmines y Abencerrajes de la literatura maurófila más recalcitrante. La contradicción de la que se condolían los estudiosos entre la literatura idealizante maurófila y su lamentable contrapartida histórica se sintetiza de súbito en un solo texto, que es a la vez disidente y escapista. Y que fue, para colmo, escrito por un mismísimo miembro de la raza mora en cuestión.

Aún no sabemos quién fue este morisco, autor de uno de los textos misceláneos más importantes de toda la literatura clandestina que dejó escrita su nación a lo largo de los siglos XVI y XVII. Eduardo Saavedra lo identifica como Ibrahim de Bolfad, autor a su vez de los manuscritos 9653 y 9654 de la Biblioteca Nacional de Madrid (9). Juan Penella, por su parte, cree que se trata de Alí Pérez (´Abd al-Karim ben ´Ali Pérez) expulso de España y autor de una apología versificada de la religión musulmana que acaba de ser editada por Luis F. Bernabé Pons (10). Bernabé Pons cree que existe la posibilidad de que este Alí Pérez, conocido en su patria adoptiva tunecina como Ibrahim Taybili, pudiera haber escrito también el manuscrito S-2 que nos ocupa, pero no allega pruebas al efecto. Míkel de Epalza, al prologar con Ramón Petit el estudio de A. Turki sobre Ibn al-Rafi” al-Andalusi (morisco que se enorgullece de su ascendencia profética y que ofrece un dramático recuento de su experiencia como criptomusulmán en España) identifica a este Al-Rafi” con el autor del S-2 (11). Sin embargo, al prologar la edición de Bernabé Pons se muestra cauto con la adjudicación de autorías y declara el manuscrito S-2 como hijo de la pluma «de autor aún no identificado» (op. cit., p. 8). Louis Cardaillac (12) y Jaime Oliver Asín (13) consideran anónimo el texto, y yo misma, al ocuparme en estudio aparte del problema de autoría he optado por considerarlo, hasta el presente, anónimo (14). Pero importa menos aquí el nombre silenciado de nuestro morisco que su texto candente. Sin exageración alguna, estos folios inéditos obligan a una lectura en palimpsesto que deja al más benévolo lector en un inusitado estado de «esquizofrenia literaria». Ya adelantamos que nos encontramos ante una de las obras más complejas y más significativas de la literatura morisca. Con una serenidad imperturbable, el anónimo refugiado de Túnez pasa de un testimonio estremecedor de su exilio a tierras de Berbería a una novela a la italiana entreverada de versos de Garcilaso, Góngora y Lope; de un inusitado tratado erotológico —el primer «Kama Sutra» español de que tengamos noticia— inspirado en el sufí de Fez Ahmad Zarrüq pero rematado por un soneto de Lope de Vega (15), a tratados de moral y liturgia religiosa (adab) de filiación musulmana; del saqueo de argumentos como el de La serrana de la vera de Lope y del Libro V de la Arcadia (16), a instrucciones de cómo circunvalar la Caba en Meca. No nos extraña, pues, que este morisco, que se sabía deslizar tan hábilmente entre las paradojas culturales más violentas, fuera a la vez un autor disidente y un autor maurófilo.

Veámoslo primero como escritor disidente. Basta con un botón de muestra, ya que hemos dedicado otro estudio a esta dimensión contestataria del morisco. Haciendo gala de una valentía frontal que es característica de la literatura aljamiado-morisca de resistencia, el exilado interpreta su destierro como un acto misericordioso con el que Dios liberó a los criptomusulmanes del yugo cristiano: «nross [fue] serbido de sacarnos de entre ynfieles ydólatras cristianos» (fol. 2r-2v) (17). El morisco se venga de siglos de silencio forzado y de su pluma salen a borbotones invectivas incesantes contra la España oficial. Estamos ante un caso dramático de «destape» avant la lettre en pleno Siglo de Oro español. Posiblemente el pasaje más violento del tratado lo constituya la denuncia a la Inquisición y a los planes genocidas del Obispo Salvatierra, que había propuesto la castración de los moriscos y su exilio masivo a Terranova y a Guinea. El refugiado alude a estos planes siniestros y a las maquinaciones del Santo Oficio con una justificadísima indignación: «… las grafías y alabancas sean dadas al piadoso señor, que nos sacó de entre estos erexes cristianos; y de ber las erexías que cada día bíamos y cada día se acrecentaba el aborrecimiento en ellos con los coracones; y era fuerca mostrar lo que ellos querían, porque de no hacello los Uebaban a la Ynquicición, adonde por seguir la berdad éramos pribados de las bidas, haciendas e hijos, pues en un pensamiento estaba la persona en una cárcel escura, tan negra como sus malos yntentos, adonde los dejaban muchos años para yr consumiendo la hacienda, que luego secrestaban [sic], comiendo ellos della (y decían: con justificación), y era la capa de sus malas y traydoras entrañas. Y los hijos, si eran pequeños, los daban a criar, para hacellos como ellos, erexes; y si grandes, buscaban cómo poder huyr; y demás desto procuraban adbitrios [sic] para acabar con esta nación; biendo que no se podían conducir sus firmes coracones en la fe cierta a su diabólica seta, unos decían que fuesen muertos todos; otros que fuesen captados; otros que se les diese un botón de fuego en parte de su cuerpo para que con él no pudiesen enjendrar y fuesen muriendo, con que se consumería, como si ellos pudieran deshacer lo que estaba determinado en la eternidad de Dios nross, y por estas causas estábamos de día y de noche pidiendo a nross nos sacase de tanta tribulación y riesgo, y deseábamos bernos en tierras del Iclam aunque fuera en cueros…»(fols. 1 lv-1 Ir).

Aunque nuestro morisco seguramente no llegó a Túnez «en cueros» (18), sí se le cumplió su deseo de refugiarse en tierras islámicas. Pero un trasplante cultural rara vez se da sin consecuencias emocionales graves. Justamente después de darnos noticia de sus tristes peripecias de viajero forzado, el autor parecería no poder contener más su nostalgia española (19) y se entrega a la apasionada escritura de una novela «ejemplar» entreverada, como dejamos dicho, de poesía hispánica culta y popular. Dicen que el exilio duele más con los años: acaso esto le estaría ocurriendo al refugiado, que debe haber redactado su tratado en el ocaso de su vida, entre 1630 y 1650 (20). Escribe justamente para la nueva generación de moriscos, ya nacida en Túnez, instándolos a que no olviden la buena acogida que recibieron en su patria adoptiva. Pero les deja otro legado estremecedor: el de su hispanidad moribunda pero aún inesperadamente vigorosa. Cuánto, lo advertimos desde el momento en que empiezan a desfilar ante nuestros ojos los versos de Góngora y Garcilaso y Lope y Quevedo, recogidos amorosamente dentro de su relato idealizante. Pero hay más, porque el morisco cae en la curiosa tentación de pasar por suyos nada menos que algunos romances moriscos. Estamos ante un caso insólito en la literatura española conocida hasta hoy: un morisco, musulmán hasta el tuétano y víctima directa de la España inquisitorial, usurpa el clisé del moro gallardo y valiente pero acartonado y falso de la maurofilia literaria. A nadie le sería tan evidente como a nuestro morisco el hecho de que Zaide y Abenámar muy poco tenían que ver con él o con sus hermanos desterrados. Pero el autor parece no poder resistir la tentación de convertirse por unos momentos en un «español» a tiempo completo e incorpora gozoso a su texto romances como «Ya no tocaba la vela / la campaña del Alhambra» (fols. 44v-45r); «Si tienes el corazón, / Zaide, como la arrogancia» (fols. 42v-42r; atribuido a Lope por Menéndez Pelayo) y el referente a Medoro que comienza: «Con aquellas blancas manos / que quitaron tantas vidas» /flos. 42v-42r) (21). Oigamos al refugiado suspirar por Daraja, por la Alhambra y por las Torres Bermejas: sólo Dios sabe cuántos sentimientos encontrados y cuánta nostalgia real habría en su «alma de nardo de árabe español» (como diría Manuel Machado) cuando repite estos lugares comunes de la literatura maurófila que el resto de su texto se encarga de contradecir tan flagrantemente:
 
Ya no tocaba la bela
la campana del Alhambra
porque en las Torres Bermejas
bañaba de plata el alba,
quando sin haber dormido
recuerda el moro Abenámar
con más cuydado que sueño
que mal duerme quien bien ama
y biendo que sale el sol
y que no sale Daraxa
con lágrimas de sus ojos
aqueste llanto acompaña
si amanece el alba
bordando los fíelos
para mí con zelos
anochece el alma
paso llorando la noche
aguardando la mañana
y es de condición tu sol
que no saliendo me abrasa
banse tus claras estrellas
en mi desengaño claras
y aunque el sol no es para mí
que para mí todo es agua
qué ynporta quel sol hermoso
de las Yndias benga y baya
a traer a España el día
si se esconde el de tu cara
si amanece el alba bordando
los çelos para mí con çelos anochece el alma (fols. 44v-45r).

Y no podía faltar el célebre moro Zaide de la Alhambra, epítome perfecta de la gallardía pintoresquista y decadente de la maurofilia literaria. Su contrincante Tarfe lo evoca entre zambras, cañas y ropajes lujosos cuando le lanza un encendido reto:

Si tienes el coraçon,
Zayde, como la arrogancia,
Y a medida de las manos
dejas bolar las palabras;
si en la guerra escaramuce
como entre las damas hablas,
y en el caballo rebuelbes
el cuerpo como en la çambra;
si como el galán omato
bistes la lucida malla
y oyes el son de la honpa
como el son de la dulc^yna
si eres tan diestro en la guerra
como en pasear la plaga
y como en fiesta te aplicas
te aplicas a la batalla;
si como en el regucijo
tiras gallardo las cañas,
en el campo al enemigo
le lastimas y maltratas;
si respondes en presenta
como en ausencia te alabas
sal a ber si te defiendes
como en el Alhambra hablas
y si no osas salir solo
aunque lo está quien te aguarda,
alguno de tus amigos
para tu defensa saca,
que los buenos caballeros
no en palacios ni entre damas
se aprobechan de la lengua
que es donde las armas callan;
y esto al moro Tarfe escribe
con tanta cólera y rabia,
que donde pone la pluma
el delgado papel rasga
y llamando a un paje suyo
le dice: bete al Alhambra
y en secreto al moro Zayde
da de mi parte esta carta
y dirásle que le espero
donde las corrientes aguas
del cristalino Xenil
a Jeneralife baña (fols. 41r-42r).
 
Importa señalar que el morisco, que se distingue por el tono marcadamente aleccionador de su obra, no se sirve de estos romances para moraleja alguna, sino que se deleita con ellos —como con las Églogas de Garcilaso— observando una actitud de ars gratia artis. Cuando el galán con vihuela que canta el citado romance concluye el verso final, el autor, convertido en personaje de la «novella», comenta con agrado lo bien que le pareció la música (fol. 45v).

La maurofilia literaria de nuestro morisco asume incluso tomas europeizantes cuando celebra al mismísimo Medoro, en trance de ser curado de sus heridas por la hermosa Angélica y de vencer en amores sobre sus rivales «Rugeros y Orlandos» (fol. 42v) (22).

Pero es que hay más. El inesperado autor maurófilo se pasa de «español» al hacer suya nada menos que la tendencia racista de la literatura idealizante del Siglo de Oro, que no hacía otra cosa, claro está, que reflejar las actitudes reinantes en la sociedad de la época, obsedida por el imperativo de la pureza de linaje. Todos recordaremos que los novelistas «galantes» del Renacimiento se ocupan de celebrar la sangre «ilustre» de sus personajes, cuya nobleza radicaba no sólo en una acreditada estirpe sino sobre todo en no estar contaminada con las sangres desprestigiadas del Siglo de Oro español: la judía y la árabe. A nuestro morisco le tocó vivir en carne propia, por otra parte, los infames estatutos de limpieza de sangre, admirablemente estudiados por Albert A. Sicroff, con los que cada español tenía que demostrar su «pureza» racial, a menudo tan dudosa. Por todo esto resulta conmovedor —cuando no penoso— observar al refugiado identificarse con los postulados raciales de la España oficial cristianovieja, prejuiciada justamente contra los de su nación. Parece que sólo un deseo desesperado por ser español «de veras» pudo haber llevado al morisco a tales extremos.
 
El lector moderno no puede evitar una sonrisa escéptica cuando el autor del manuscrito S-2 recalca que un personaje de la novela El arrepentimiento del desdichado, con el propósito de enamorar a una viuda noble renuente a olvidar a su marido difunto, se jacta ante ella de su linaje: «soy rico y mi sangre y ascendencia conocida» (fol. 49v). Lo que este caballero está diciendo no pudo parecerle bien a nuestro criptomusulmán en la realidad extraliteraria: acaba de respeta las blancas manos y su milagro le admiran;

el moro la está mirando
con enternecida bista
y regalando la boz
así le dice y suspira:
ay, dulce bida mía
deten el alma que a salir porfía;
si escribí tu amado nombre
en estas cortecas lisas
destos árboles testigos
de tus glorias y las mías
agora questá mi sangre
sobre mi pecho bertida
ynprime como en diamante
letras en el alma escritas;
mira bien cómo las tratas,
que si por Medoro olbidas
tantos Rugeros y Orlandos
muerto yo tu fe confirmas
ay bida dulce mía,
deten el alma que a salir porfía (fols. 42r-42v).

asegurar a su amada que no comparte la sangre desacreditada del autor del texto. Y nuestro morisco, con el mismo desparpajo de su amado Lope o de Tirso, lo da por bueno.
 
Pero es que nuestro morisco llega al colmo en su identificación con los valores cristianoviejos. No tiene reparo alguno en regocijarse con la celebración indirecta de la antigua España visigótica. El lector queda verdaderamente desconcertado —así de compleja era la España del Siglo de Oro— cuando escucha cómo el refugiado, usando como portavoz a una dama de su novela, da vivas al valeroso —y rubicundo— Bamba, que lleva, para colmo, una cruz colorada en el pecho: «les dicen en boc.es altas / ¡Toledo, España, por Bamba!» (fol. 38v). Recordemos que el culto a la sangre de los godos y el mito visigótico como panacea para interpretar la historia de España se encontraba en todo su apogeo en la época en que escribe el morisco. Nada parecería más lejos del entorno vital de las víctimas de los estatutos de limpieza de sangre, una de las cuales era el autor de este manuscrito. Y, sin embargo, el refugiado parecería entrar en secreta (¿involuntaria?) complicidad con estos valores que sirvieron de arma para sojuzgar a su casta.

El hecho de que nuestro morisco disidente y criptomusulmán sea a la vez «maurófilo» y racista nos plantea problemas literarios y humanos de extraordinaria envergadura. El paso de la descripción indignada de los tormentos inquisitoriales a la solidaridad con la idea de la «pureza de sangre» es demasiado violento, como lo es la defensa de puntos de vista coránicos con citas del «catoliquísimo» Lope de Vega. La violenta coexistencia de estos discursos literarios tan opuestos nos obliga a preguntarnos si la maurofilia literaria de este morisco «de carne y hueso» respalda la hipótesis de que fueron otros simpatizantes como él de la causa musulmana los que inauguraron esta moda maurófila en España, como viene proponiendo un sector importante de la crítica. ¿O siente, en cambio, el autor nostalgia por esa España «oficial» a la que se asomó como criptomusulmán pero a la que acaso, secretamente, aspiraba a pertenecer? (No olvidemos que el morisco escribe, por el contrario de otros autores maurófilos, desde la relativa libertad de su exilio tunecino, lo que nos da a entender que no estaba obligado a «celebrar» la españolidad «oficial».)

El vencido a menudo aspira patéticamente a parecerse al vencedor y a borrar las diferencias sociales, raciales e ideológicas que los separan (23). Urge recordar, por otra parte, el hecho de que una tradición literaria se le impone al escritor que se inserta en ella: una vez el refugiado se decide por la retórica idealizante y maurófila, parece aceptar cómodamente todos los postulados artísticos y sociales que implica este género literario. Una vez dentro de este clima aristocratizante y escapista, no es demasiado difícil deslizar, como hace el morisco, comentarios racistas y pro-godos, fundamentalmente concordes con los valores de la literatura española culta que el autor quiere imitar. Sólo que un criptomusulmán no puede usurpar el discurso maurófilo (y el racista y goticista) impunemente: en manos de un morisco que se nos ha confesado como disidente religioso y político, el género maurófilo se sumerge en un mar de complejidades y de nuevas significaciones. La maurofilia literaria de un morisco real es, sencillamente, explosiva. Parecería lícito comparar esta situación literaria con la de la poesía negroide en el siglo XX. En Francia no pasa de ser una simple moda artística, pero cuando autores caribeños como Nicolás Guillen y Luis Palés Matos se ocupan de lo negroide, el caso es muy otro, ya que ellos mismos son negros o viven en países donde el negro es una realidad social importantísima que reclama con apremio la redención social. La maurofilia literaria que hemos podido documentar en este morisco histórico hará sin duda correr mucha tinta.

Por lo pronto, algo sí parece haber quedado claro: el día que al fin nos animemos a editar toda la literatura del Siglo de Oro, los lectores estaremos avocados a muchas sorpresas. Ya teníamos bastante con la perplejidad secular a la que nos sometía la literatura morisca, y ahora tenemos que habérnosla con la sorpresa de este inquietante morisco maurófilo que comparto con los lectores hoy. Habremos de leer su texto, literariamente «esquizoide» (el término guilleniano de «contradictorio» parecería habérsenos quedado pequeño) no sin cierto respetuoso miedo instintivo. Es un botón de muestra de los complejos bizantinismos literarios de los que fue capaz la escritura de los siglos áureos, de la que tanto nos falta aún por conocer.


Notas

1.     Orígenes de la novela, i. I, CSIC, Santander, 1943, p. CCCLXX XVI.
2.     Apud Crónicas sarracinas. Ruedo Ibérico, Barcelona, 1982, pp. 7-25.
3.     «La maurophilie littéraire en Espagne au xvie siécle», Bull. Hisp. XL (1938), pp. 50-157, 281-296, 433-447; XLI (1939), pp. 65-85, 345-351; XLÜ (1940), pp. 213-227; XLEI (1941), pp. 265-289; XLIV (1942), pp. 96-102; XLVI (1944), pp. 5-25. Luis MORALES OUVER {la novela morisca de tema granadino. Universidad Complutense, Madrid, 1972) tampoco confiere a la literatura maurófila ninguna motivación histórica seria.
4.     «Literature as Historical Contradiction. “El Abencerraje”, the Moorish Novel and the Ecloque », apud Literature as System, Princeton University Press, 1971.
5.     Francisco López Estrada propone que el Barón de Barbóles era judío converso. Sea como fuere, este señor de moriscos defendió el status quo de la convivencia mudejar, que tanto se prolongó en Aragón, y al hacerlo se comportó como un típico noble aragonés para quien la tolerancia religiosa no estaba reñida con sus propios intereses económicos. Véase F. LÓPEZ ESTRADA, El Abencerraje y
la hermosa Jarifa. Cuatro textos y su estudio, RABM, Madrid, 1957, y «El Abencerraje de Toledo, 1561», en Anales de la Universidad Hispalense, XX (1959), pp. 1-60. De otra parte, López Estrada y John E. Keller establecen un curioso paralelo entre la visión idealizada del morisco español y el ennoblecimiento que el indio norteamericano recibe de parte de sus opresores blancos una vez deja de constituir una amenaza para los planes de expansión territorial de los Estados Unidos.
6.     Pérez de Hita dedica, exactamente igual que el anónimo autor del Abencerraje, la segunda parte de sus Guerras civiles de Granada a un señor de moriscos. Esta vez se trata del Duque del Infantado,que había luchado por mantener el status quo de los mudejares de Murcia. Para los avatares de la publicación de las dos partes de las Guerras civiles de Granada, véase sobre todo María Soledad
CARRASCO, The Moorish Novel. El «Abencerraje» and Pérez de Hita, Twayne Publishers, Boston,1976.
7.     Cf. D. CABANELAS, El morisco granadino Alonso del Castillo, Patronato de la Alhambra,
Granada, 1976.
8.     «La obra literaria como monumento histórico: el caso del Abencerraje», Journal oj Hispanic Philology R (1978), pp. 103-120.
9.     Discursos leídos ante la Real Academia Española, Madrid, 1878,pp. 165-170 y 290-291.
10.   El cántico islámico del morisco hispanotunecino Taybili, Institución Femando el Católico, Zaragoza, 1988. Véanse también los trabajos de J. PENELLA, LOS moriscos españoles emigrados al norte de África, Tesis doctoral, Barcelona, 1971; «El sentimiento religioso de los moriscos españoles emigrados: notas para una literatura morisca en Túnez» (Actas del Coloquio Internacional sobre literatura aljamiada y morisca, CLEAM, Gredos, Madrid, 1978, pp. 445-473) y «Littérature morisque en espagnol en Tunisie» (Recueil a”eludes sur les morisques andalous en Tunisie, Instituto HispanoÁrabe de Cultura/Centre d´Études Hispano-Andalouses, Tunis, 1973, pp. 128-134).
11.   Cf. Abdelmajid TURKI, «Documents sur le demier exode des andalouses vers la Tunisie», Recueil d´eludes sur les marisques andalous…, pp. 114-127.
12.   Morisques el Chrétiens. Un affrontement polémique (1492-1640), Klincksieck, París, 1977.
13.   «Un morisco de Túnez, admirador de Lope de Vega», Al-andalus I (1933), pp. 409-450.
14.   Cf. «La angustia secreta del exilio: el testimonio de un morisco de Túnez», Hispanic Review LL (1987), pp. 41-57 y sobre todo la versión completa de este estudio, aún inédita, que formará parte de mi libro La literatura secreta de ¡os últimos musulmanes de España.
15.   Preparamos al presente la edición del tratado bajo el título Un «Kama Sutra» español: el primer tratado erótico de nuestra lengua (ms. S-2 BRAH).
16.   Cf. J. OLIVER ASÍN, op. cit., pp. 444-445.
17.   Respetamos, sin modernizarlo, el texto del morisco, y sólo añadimos algunas mayúsculas y signos de puntuación para aclarar la lectura.
18.   No sólo no llegó empobrecido, sino que se queja del exhibicionismo con el que las moriscas recién llegadas lucían sus joyas en Túnez, creando el resentimiento entre sus nuevos compatriotas.
19.   Cf. mi citado ensayo «La angustia secreta del exilio…».
20.   No parece haber mucha discrepancia entre los estudiosos en cuanto a la fecha del manuscrito: Oliver Asín calcula que debió haberse redactado antes de 1630 (op. cií., p. 421); Henri Pieri hasta 1640 o 1650 («L´accueil parles tunisiens aux morisques expulses d´Espagne: le temoignage morisque », en Recuil d´études…, pp. 128-134), y L. Cardaillac hacia 1640, ya que asigna la década de 1630-40 para la redacción de los manuscritos BNM 9654 y 9653 y S-2, y concluye que el S-2 es el más tardío del grupo (cf. Morisques el chrétiens…, p. 186).
21.   Samuel G. ARMISTEAD menciona algunos de estos romances en su ensayo «¿Existió un romancero de tradición oral entre los moriscos?», en Actas del coloquio internacional…, pp. 211-236.
22.   He aquí el texto completo del romance:
Con aquellas blancas manos
que quitaron tantas vidas,
curando Anjélica estaba
de Medoro las heridas,
deteniéndole está el alma
que hasta la muerte enemiga
23.   En este sentido es interesante advertir que los moriscos españoles evitan pintarse a sí mismos como personajes morenos o pelinegros en su literatura idealizante. Me llenó de asombro mi propio descubrimiento: no he podido documentar una sola tez oscura ni un solo cabello endrino en las belles lettres moriscas. En cambio, los personajes rubios de ojos violetas sí hacen su gallarda aparición: todo parecería indicar que los moriscos no pudieron ocultar su deseo inconfesado de asimilarse a la casta cristiana que los oprimía. Nada más consecuente con los afanes maurófilos, racistas y progodos de nuestro refugiado. Cf. nuestro ensayo «La estética del cuerpo entre los moriscos españoles, o de cómo la minoría perseguida pierde su rostro», en prensa en Publications de la Sorbonne, París



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